Era 25 de diciembre y el cielo se veía despejado como nunca para estas fechas. Me encontraba de viaje cruzando Asturias de norte a sur. Y aunque pueda parecer un viaje cualquiera, para mí era algo especial ya que se trataba de la primera vez que salía de ruta con mi recién adquirida Yamaha XTZ Super Teneré de 1990.
Habiendo descubierto hace poco el mundo de los viajes en moto y las aventuras de los más conocidos overlanders del panorama actual, me obsesioné con tener la mía propia y pasaron pocos meses hasta que me hice con esta moto cual niño caprichoso. Un mes más tarde, a la mínima oportunidad, salí disparado en un viaje improvisado por el norte de la península para descubrir caminos que me llevasen a cualquier sitio sin importar el terreno.
Tras un par de días sin grandes imprevistos, me dirigía hacia Cangas del Narcea con intención de pasar allí la noche. La ruta no tenía más complicación que seguir la carretera y dejarme guiar por las señales que me cruzaba por el camino. Hasta que una acción tan simple como parar a mear en un merendero se convirtió en la estancia más larga y amarga del viaje.
Iba yo tan feliz encima de una moto trail, una clásica dakariana de los 90 nada más y nada menos. Sentía que podía meterme con este aparato hasta la cocina de la cabaña más remota de los picos de Europa. Pero me tope con la triste realidad cuando al entrar en un trozo de hierba mojada la moto se hundió y me quedé atascado con el cárter pegado al barro. La moto llevaba unas ruedas mixtas de tacos, o eso serían el año de su fabricación allá por el 96, porque ahora parecían más de circuito que otra cosa. Y ahí estaba yo, de pie, mirando la moto embobado como si con mirarla durante mucho tiempo fuese a salir por su cuenta.

Quité todas las maletas para aligerar todo el peso que pudiese, pero ni así fui capaz de sacarla. Intenté meter piedras, palos y cualquier cosa que tuviese a mano. La tumbé en el suelo y la arrastré unos centímetros para volver a levantarla y ver atónito como volvía a encajarse en mismo sitio. Eran las 6 de la tarde y ya no me quedaba mucha luz por lo que resignado decidí que necesitaba pedir ayuda. Por irónico que parezca estaba a 10 metros de una carretera con bastante tráfico y supongo que se me veía perfectamente mientras hacía esfuerzos en vano. Tampoco tenía cobertura en el móvil, así que llamar me era imposible. Lo único que me quedaba era ponerme en el arcén y hacer señales para que algún alma caritativa se apiadase de mí y me ayudara. Pues resulta que durante los 30 minutos que estuve allí nadie se paró, ni siquiera un grupo de motoristas que pasaron con sus R a toda velocidad. Asqueado de ser ignorado por todos los que pasaron, me fui de mal humor hacia la moto, la arranqué y aceleré con saña mientras daba empujones a diestro y siniestro empujando adelante y atrás. Desesperado, la moto empezó a echar humo pero a la vez empezó a moverse. Por el retrovisor veía una fuente de barro y hierba que salía disparado hacia arriba y la moto seguía avanzando. Tras unos 30 segundos intensos con la moto al corte conseguí hacer los metros que me separaban del terreno firme. Fue el momento más intenso del viaje y a la vez el más ridículo.
Un joven inexperto con una moto digna de aventuras atascado en el arcén de una carretera cuando paró a “repostar”.
Tras esto no me quedó otra que colocar el equipaje de vuelta en su sitio y salir de ahí con la cabeza baja y con una buena lección aprendida. Ni todo lo que reluce es oro, ni todas las aventuras son ideales. Porque hasta el más mínimo imprevisto nos hace pasar un mal trago si no contamos con la experiencia necesaria.